Al llegar a casa ayer a mediodía encontré a Chispa tumbado en el suelo de la cocina, con la cabecita rodeada de un vómito de sangre, muerto. Un edema pulmonar del que no había dado síntomas, según me dicen.
Me mata la pena de que haya muerto solo y espero que todo haya sido rápido, que no haya sufrido mucho.
Dolorido, incrédulo, no sé como, envolví en su manta favorita el cuerpo rígido y frío, el que esa misma mañana era una bola cálida, flexible y ronroneante, y lo llevé al sofá que tanto le gustaba compartir conmigo. Durante dos horas estuve acariciando el pelo de seda y la cara siempre atenta a todo y ahora inerte, echando de menos los lametones rasposos, la mirada limpia y vivaz y el entornar de ojos agradecido y placentero cuando le daba gustito detrás de las orejas, o bajo la mandíbula. Dos horas esperando que la muerte no estuviera y que todo aquello en realidad no fuese.
Después intenté retrasar la despedida sentado en el sillón y mirándole en su caja, bien arropado con su manta, con la bufanda de angora que todos los día amasaba y un poco de su comida favorita entre las patitas delanteras para el viaje, por si hay viaje.
Y ahora queda la casa vacía, el esperar verle aparecer cada vez que cruje el suelo de madera, el arenero inútil, el cuenco de comida y el vaso de agua que tengo que quitar pero no quiero… Ayer no me dio tiempo; ayer bastante tuve con conseguir creerlo. Hoy noto el hueco. Mientras escribo me sorprendo volviendo la cabeza a ver que hace, en cual de sus sitios favoritos se ha tumbado.
Chispa era mucho Chispa. Dicen que los gatos de color naranja (naranjosos los llaman en el argot de los gatunos) son especialmente despiertos e inteligentes y desde luego Chispa lo era. No había nada en casa que no controlase y el más mínimo cambio, como mover un mueble o levantar una alfombra, tenía que ser inspeccionado por él personalmente. Tumbado en su sofá como una odalisca, en esa forma opulenta en la que solo los gatos saben tumbarse, rápidamente levantaba la cabeza vigilante al sentir el menor ruido fuera de lo común. Si el asunto le parecía lo suficientemente serio se desperezaba, se levantaba y bajaba a controlar in situ esas alteraciones de su territorio. Naturalmente en cuanto llegaba volvía a tumbarse, porque, eso siempre, tenía muy claro que control y comodidad debían ser totalmente compatibles. Era intuitivo, listo, entendía lo que a él le daba la gana, siempre juguetón y cariñoso. Y comodón, muy comodón.
Tenía un gran carácter que manifestaba con una amplia gama de maullidos. Entre ellos destacaba el perentorio maullido-graznido, que era la señal de que algo a lo que tenía derecho, según él, no estaba como debería estar: el bol de comida vacío, la bufanda que amasaba sin poner en su esquina del sofá o la caricia debida y no dada a su debido tiempo.
Con los derechos de los demás era otra cosa. Mi derecho a dormir, por ejemplo, estaba condicionado por su maullido-trompetazo, siempre junto al oído, que soltaba invariablemente si se retrasaba su desayuno o si sencillamente opinaba que ya llevaba demasiado tiempo durmiendo sin hacerle caso.
Pero luego venía lo bueno ya que Chispa siempre daba más de lo que pedía. Mientras yo tomaba los primeros cafés de la mañana se acurrucaba en el sofá a mi lado, ronroneando y dándome ese calorcito que durante quince años ha sido su mejor regalo, porque yo solo me sentía verdaderamente en mi hogar en el calor de Chispa. Ahora no sé si tengo. Cuando me muevo por la casa del salón a la cocina, o al baño, o al dormitorio, sigo esperando verle o escucharle y su ausencia lo convierte todo en una cáscara vacía.
Dicen que los gatos creen que somos nosotros quienes vivimos en su casa y debe ser cierto porque Chispa siempre se sentaba en mi sitio. Sabía lo que hacía, sabía que le tocaba levantarse cuando yo llegase, pero lo hacía como el gesto generoso de gran señor, una concesión a nuestra convivencia.
El momento favorito del día para Chispa eran mis horas de lectura. Yo sentado junto a la ventana y él tumbado a mi lado, con la cabezuca apoyada en mi pierna, dormido plácidamente todo el tiempo, como en la gloria. Le gustaba menos que me pusiese al ordenador y en esos casos me tocaba de vez en cuando acercarme a hacerle unas caricias, en el sitio del salón que hubiera elegido para repanchingarse. El teléfono sencillamente no lo toleraba y lo habitual era que todas mis conversaciones telefónicas estuviesen acompañadas por un enrabietado marramiauuu de fondo.
Chispa empezó siendo un valiente algo sui generis que se fue superando poco a poco. Durante muchos años lo habitual cuando llegaba a casa el técnico del gas, o el de telecomunicaciones, o el fontanero o quien fuese, era que el gato se agazapara y saliese huyendo por el pasillo arrastrándose como una culebra para esconderse debajo de alguna cama. Pero, mas curioso que cobarde, se sobreponía al miedo y menos de un minuto después ya estaba husmeando maletines, palpando herramientas y controlando el asunto. Con el tiempo se fue dando cuenta de que nadie le iba a hacer daño y recibía a todo el mundo a mi lado en la puerta de casa, tan pimpante.
Mi gatín se ha muerto con dieciséis años, que equivalen a unos ochenta años humanos según dicen. Ha tenido una vida larga. Yo últimamente no podía dejar de pensar que llegaría pronto el momento en el que nos tocase despedirnos. Mi ilusión era que se fuera apagando poco a poco y al final muriese en su casa, tranquilo y arropado por mí. No ha podido ser. Me duele muchísimo que haya muerto solo pero yo quiero creer, o lo intento, que en un último acto de generosidad suyo ha querido evitarme el espanto de verle morir ahogado en sangre.
La edad le fue cambiando y con el tiempo el supergato que en cuanto anochecía se ponía a correr por el pasillo como un obús, aparecía en el salón derrapando y se subía de un salto al respaldo del sofá fue perdiendo facultades físicas. Las patas de atrás empezaron a fallarle y, gordo como estaba, perdió la fuerza para subirse a donde él quisiera estar subido, como había hecho siempre. Así que él se colocaba frente al sitio al que quería subir y me lanzaba un par de maullidos para que yo le aupase. Claro que, gato al fin, me hacía trampas y más de una vez le he visto saltar como una gacela y encaramarse él solito sin maullar ni nada en donde se suponía que era incapaz de hacerlo. Me encantaban esas argucias suyas y ya hoy, en la cocina, estoy echando de menos oír en el salón el “miauuuu quiero subir”.
Lo que nunca perdió fueron la curiosidad, la viveza en la mirada, su inteligencia gatuna y el brillo de los ojos. Hasta la última mañana que pasamos juntos la misma expresión viva de “súbeme al sofá”, la misma caída de ojos con las caricias y sobre todo el mismo cariño, el mismo calorcito.
Podría seguir escribiendo páginas y páginas y seguramente mejores que estos trazos inconexos. Nos ha pasado de todo en estos quince años juntos. Caricias y lametones, riñas y enfados, ternura y algún mordisco que otro. Pero nos queríamos y nos entendíamos como nadie.
Va ser duro salir de esto porque ahora siento dolor y rabia, que si no se pasan del todo al menos se van amortiguando con los años. Pero es una pena que cae sobre otras penas anteriores, las que él precisamente siempre me ayudaba a soportar mejor. Hoy nadie se va a acurrucar junto a mí a la hora de la siesta. Hoy no toca achuchar esa bola de seda, besar la cabezuca y decir “Ay Chispa, que pena”.
Chispita, no se puede describir el desamparo en que me dejas. Ya no puedo buscarte para posar mi cabeza en tu regazo calentito y escuchar tu ronroneo y consolarme. Me queda tu vaso de sidra lleno hasta el borde, como te gustaba, y un bol con un poco de comida. Los miro a ratos como si así pudiera regresarte.
Creo que a poca gente le interesaran los detalles de la vida de un hombre con su gato. Menos todavía los lloriqueos de un viejo que ha perdido a su mascota (como si tú, Chispa, hubieses sido mascota de nadie) pero yo necesito escribirlos y publicarlos como un último homenaje a esa maquina de soltar pelos que tanto voy a echar en falta.