Para quienes me conocen no es ningún secreto que detesto las novedades y los cambios en cualquier ámbito de la vida. Lo detesto por carácter, por salud mental y por un espíritu de rebeldía inútil y absurdo, lo sé, contra una sociedad que ha sistematizado que todo lo que era bueno antes, debe ser malo ahora por definición y que en consecuencia hay que parir novedades a ritmo acelerado y adaptarse a los cambios que provocan sin pararse a reflexionar sobre el asunto y mucho menos cuestionar sus bondades. Pero la cuestión es que, le gusten o no a uno, las novedades no pueden esquivarse por muy prudente que se sea. Se presentan de sopetón y no te queda más remedio que lidiar con ellas, por traumáticas que te resulten.
La venta de lechugas vivas es la novedad que esta semana se me ha venido a los mismísimos morros sin previo aviso y que me ha creado serias inquietudes intelectuales, filosóficas y espirituales. Resulta que, con absurdos y probablemente exagerados argumentos de salud, mi médico me ha impuesto una dieta consistente en no comer nada de lo que me gusta y sustituirlo por todo lo que no me gusta. Como siempre que uno trata con los médicos, esta arbitraria intromisión en mi intimidad alimentaria es tan incuestionable e inapelable como el ukase de un zar y cabría plantearse, creo yo, si este absolutismo sanitario tiene cabida en nuestro ordenamiento jurídico y se ajusta a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero me desvío del tema.
El cambio al que me obliga esta novedad me obliga a su vez a enfrentar nuevas novedades, si se me permite la expresión, entre las cuales no es la menor ni la más agradable la de visitar con mucha frecuencia la sección de frutería y horticultura del supermercado, un territorio que hasta hace poco era para mí casi tan despreciable como lo es el hábito de la lectura a nuestra sociedad actual. Y por esa sección deambulo ahora melancólicamente, carrito en ristre, intentando encontrar algo que me resulte mínimamente apetecible y mirando con envidia la cola en el mostrador de los embutidos.
Es fácil darse cuenta de que esta situación nueva me tiene aturdido y desorientado y esas son las situaciones que la novedad aprovecha para lanzarse sobre ti como un ave de presa. Precisamente eso me sucedió cuando estaba yo desparramando mi triste mirada entre la berenjenas y las lombardas y vi de repente la novedad, algo que parecía un ramo de novia vegana, una preciosa fantasía de volutas y arabescos verdes con su celofán transparente alrededor y todo. Resultaba tan atractivo que en un primer momento pensé que debía ser artificial. Fue agradable ver un brillo de hermosura en aquel oscuro mar de tan deprimente aspecto. Todo iba bien hasta que me fijé en la cartela que lo acompañaba y que en letras de molde lo describía como “lechuga viva”.
¿Qué significaba aquello de “lechuga viva”? ¿Qué espanto era ese? Es verdad que el resto de las cartelas no especificaba “pimientos muertos”, “coliflor occisa” o “zanahorias fallecidas”, pero singularizar que aquella lechuga estaba viva pluralizaba sin ningún género de duda a todo lo demás como muerto y en consecuencia aquella aparente sección de frutas y hortalizas era en realidad un depósito de cadáveres, ni más ni menos. Tengo la afición un poco gótica de visitar cementerios; puede parecer una afición extraña, ya lo sé, pero en ellos los muertos están debidamente enterrados y una cosa es eso y otra muy distinta pasearse tranquilamente entre amontonamientos de difuntos (expuestos por cierto sin la menor preocupación por su decoro y dignidad). Esa lechuga viva, además, convertía mi nueva dieta en simple y llana necrofilia. Es imposible imaginarse el terrible estado mental y espiritual en el que me dejó el descubrimiento, ni la velocidad con la que salí de aquella espeluznante fosa común.
Antes de tomar alguna decisión precipitada, que casi siempre son malas, decidí dar un paseo lento por todas las secciones del supermercado, en parte para calmar mis nervios y en parte para investigar si se vendía alguna otra cosa viva en el resto de las secciones. Dí por supuesto que existían pocas probabilidades de encontrar vivo un detergente, un gel de ducha, unas bolsas de basura o cualquier otro artículo de limpieza o de aseo personal, tan artificiales y tranquilizadores todos ellos, y me centré en los alimentos. Ni en los enlatados, ni en las pastas y cereales, ni en los congelados encontré rastro de vida. Me inquieté un poco en la panadería, que vende pan “de masa madre”; nunca compro pan de masa madre porque no sé lo que es la masa madre y porque el nombre tiene un no sé qué de turbador; suena a muy natural y con la naturaleza hay que andar con pies de plomo, que es muy traicionera. Jamás de los jamases había reflexionado sobre ello, pero en el estado de turbación en el que me encontraba se me vino a las meninges la posibilidad de que la madre de esa masa también estuviese viva, la pobre, o que la propia masa fuese un ser vivo con su madre y todo; pero la cartela no decía nada al respecto y deseché la idea. Más intranquilo me acerqué a la carnicería y la charcutería, casi seguro de que con el auge de la comida sin aditivos me iba a encontrar con unos chorizos de Cantimpalos o unos jamoncitos de pollo vivitos y coleando en los que nunca me hubiese fijado, pero no. Tampoco encontré, por poner un ejemplo, un solomillo singularizado como “cadáver” que pluralizase en “vivas” a las salchichas, las chuletas de Sajonia y el resto de viandas expuestas.
Tras estas prolijas investigaciones decidí que ese “lechuga viva” no era más que un truco publicitario que nada tenía que ver con la situación vital real de la hortaliza y que era muy probable que lo que en realidad habían querido poner en la cartela era “viva la lechuga” y no habían sabido escribirlo correctamente, que es ahora de lo más normal. Así que regresé a su sección y la encontré de nuevo convertida en lo que siempre había sido: un templo de la tristeza gastronómica ya sin cosas vivas ni muertas. Y a la vista del mustio estado de sus compañeras de izquierda y derecha, me compre la lechuga viva y me la llevé a casa. Craso error.
Una vez en mi cocina me dispuse a preparar una ensalada del tipo de las que mi médico dice que me convienen, ajeno completamente a la catarsis vital, al terremoto moral que estaba a punto de sufrir. Resulta que al quitar el celofán en el que venía envuelta me encontré con que, efectivamente, la lechuga estaba viva. No es que una vez liberada del incómodo corsé de plástico le diese a la lechuga por darme conversación. Una alteración de la leyes naturales de semejante calibre me hubiese encantado y estoy seguro de que entre ella y yo enseguida se hubiese dado si no una amistad, una relación de respeto mutuo y colaboración. No, lo que ocurrió es que bajo el celofán se ocultaban las raíces de la pobre lechuguita (envueltas por cierto en una repugnante esponja húmeda), ansiosas ellas por recuperar el contacto con la madre tierra. Con el cuchillo en la mano y viendo aquella lechuga sobre la tabla de cocina me sentí como si hubiese ido a comprar filetes y el carnicero me hubiese dado un ternero y le tuviese allí, mirándome mientras yo sacaba de la despensa el pan rallado.
La situación era terrible, pero más terrible aún era que se acercaba la hora de la comida y había que tomar decisiones drásticas, porque con la nueva dieta casi siempre tengo hambre y lo de saltarse una comida no cabe dentro de lo aceptable. A veces la vida nos pone en esas atroces circunstancias sabiendo, la muy asquerosa, que casi siempre se va a imponer en nosotros el instinto de supervivencia. Bueno ¿qué decir? Corté las raíces, trocee la lechuga y me la comí mezclada con aguacate y mandarinas muertos. Ni se me pasó por la cabeza buscar en internet alguna asociación de acogida de lechugas vivas, ni mucho menos poner un anuncio por si alguien la adoptaba. La trocee y me la comí.
Y desde ese día cargo en mi conciencia con esa primera cuchillada, ese separar a la lechuga de sus raíces. Me consuela un poco saber que antes de morir se vio libre del celofán y de la esponja asquerosa, pero poco. Y es que así de cabronas suelen ser la novedades.