martes, 10 de noviembre de 2020

TIBIEZA

 

Si es cierto eso de que “en el término medio está la virtud” no queda más remedio que reconocer que España es un país muy poco virtuoso. Aquí cazamos al vuelo cualquier oportunidad para saltar a una trinchera y ponernos a pegar tiros, metafóricamente hablando, a todos los que hayan saltado a la trinchera de enfrente. 

 Estos meses de pandemia están siendo especialmente fructíferos en atrincheramientos. De hecho las cosas han llegado a tal punto que solamente están permitidas dos opiniones (dos trincheras si se prefiere): defender a capa y espada la gestión del Gobierno (o de los gobiernos), sin admitir ningún fallo más allá de los que “cualquier gobierno hubiese cometido en una situación semejante; o atacar a degüello todo lo que ha hecho el Gobierno (o los gobiernos), sin admitir más aciertos que aquellos en los que “ya sería el colmo que no lo hubiesen hecho”. Si yo tuviese que elegir trinchera, o me gustase hacerlo, elegiría la primera, pero no he querido porque no soy de adhesiones inquebrantables, ni veo tan perfecto todo lo que el Gobierno ha hecho, ni lo veo tan horroroso, ni tengo carácter de atrincherado, ni me da la gana. 

A menudo me pregunto la razón de ser yo tan poco decidido a tener opiniones radicales, uno de esos “malditos tibios de corazón” que tanto le chinchan a Rosa Montero. Yo fui educado como católico y ya se sabe que los católicos tienen la Verdad verdadera y nada más que la verdad, que es una cosa muy descansada y tranquilizadora porque evita el esfuerzo de reflexionar a lo Quijote y permite repanchingarse a lo Sancho Panza . Debería, pues, ser adicto a lo que Jan Assman llama “La distinción mosaica”, que no se refiere a la división de los mosaicos en teselas sino a la división que hizo Moisés entre judíos creyentes en el único Dios verdadero y el resto de la humanidad, que pasó a ser chusma pagana destinada a la perdición y que tantas hogueras ha avivado desde entonces. Además nací, crecí y vivo en un país que en dos siglos ha pasado por cuatro guerras civiles, nueve cambios de régimen y ocho constituciones, con lo que podría decirse que llevamos el enfrentamiento en los mismísimos genes. Pero nada, oye, que no me gusta, que soy de esos de los que dice el Apocalipsis : “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero cuando eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”. Qué se le va a hacer.

La cuestión es que como las actuales normas, reglamentos, recomendaciones y decretos no nos permiten olvidarnos de la COVID-19 ni un santo momento, cada dos por tres los vomitados de la boca nos vemos metidos en una conversación con personas de corazón caliente A, para quienes todo se hace bien, o de corazón caliente B, que dicen que todo se hace mal. Ellos te sueltan su discurso claro, recto, contundente y sin fisuras y nosotros trasteamos como podemos con el nuestro, curvo, dubitativo, algo escéptico y, en definitiva tibio. El resultado es siempre el mismo; nos vomitan de la boca. Tanto si estás hablando con calientes de tipo A, como si lo estas haciendo con calientes de tipo B, al poco tiempo ves que te están dirigiendo una sarcástica sonrisa que está a medio camino entre el desdén y el menosprecio, acompañada de una mirada que en el caso de los calientes A significa “este cabrón es de VOX”, y en el de los caliente B “este es un podemita de mierda”, y rápidamente se ponen a hablar de otra cosa. 

Este ser malditos tibios en un ambiente que solamente admite fríos o calientes es mucho peor que trágico, es aburrido y cansino y nos dificulta la vida social  más que el miedo al contagio, porque a los tibios nos llueven las tortas de todas partes. Por añadidura corremos el riesgo de ser asimilados a un tercer grupo, que sin ser A ni B, tampoco es tibio. Hablo de los directamente negacionistas, que se agarran al clavo ardiendo de la conspiranoia para hacer un poco lo que les da la gana porque “no hay que vivir con miedo”, “nos están mintiendo” y demás clásicos del género. 

Para la COVID 19 parece que ya hay vacuna, o está a punto de haberla. Para lo demás la ha habido siempre: la cultura y el humanismo.

domingo, 1 de noviembre de 2020

LAS PARTES DE ABAJO

 

Nos dice la Real Academia de la Lengua que el eufemismo es una “Manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Cuando España se vio sumergida bajo la ola de la sinceridad ante todo, la franqueza como norma y el “soy como soy” se me pasó por las meninges que el eufemismo se iría al cubo de la basura, junto con todas las demás formas de cortesía; pero vino en su auxilio el lenguaje políticamente correcto y ahora se ha convertido en un instrumento absolutamente imprescindible. De hecho no hay conversación en la que no haya que devanarse los sesos para encontrar uno lo suficientemente neutro como para no dañar alguna sensibilidad, reforzar algún odioso estereotipo u ofender alguna cultura.

Pero en los antiguos tiempos el asunto del eufemismo tampoco era un camino de rosas, porque con cierta frecuencia el remedio era peor que la enfermedad y la frase empleada para manifestarse de forma suave y decorosa resultaba más penosa que la dura o malsonante idea original. En resumidas cuentas, que hay una serie de eufemismos antiguos que suenan tan vulgares o más que la recta y franca expresión. Entre estos, los que más me han llamado la atención, para mal, siempre han sido “sus partes” y “es de abajo”. “Sus partes” es una abreviatura de “sus partes nobles”, es decir las partes nobles de él, esto es la polla y los cojones. Su correspondiente femenino es “es de abajo”, que incluye genitales y aparato reproductor de ella, y ambas expresiones se utilizan siempre y cuando él o ella sufran alguna enfermedad en esas partes de abajo. La nomenclatura para los genitales de ambos sexos es amplia y variada y se utiliza sin rubor en el lenguaje coloquial, pero se convierte en un arcano necesitado de eufemismo cuando sufren alguna perturbación sanitaria. Que se haya creído necesario diferenciar entre “sus partes” masculinas y el “es de abajo” femenino en lugar de utilizar la misma vulgaridad en ambos casos es un enigma que tiene fácil resolución. No era lo mismo el potente y triunfante lingam que el modesto y conquistado yonin.

En el bando masculino existe una rica colección de expresiones que exaltan la bienaventuranza que supone tener colgando en la entrepierna un pene y dos testículos. Se pueden tener “los huevos cuadrados” y “más cojones que el caballo de Espartero”; puede uno “tocarse las pelotas” y las cosas que no te importan te pueden “sudar la polla”. Hay que “echar un par de pelotas” o simplemente “tener cojones” para hacer las cosas como es debido. Como es natural al hombre que no alcanza ese nivel de apoteosis fálica, “le faltan huevos”. La exhibición verbal testículo-fálica salpimenta pizpireta y sin el más mínimo pudor nuestras conversaciones. Pero, ay majo, en cuanto esas pollas y cojones se ven afectados por alguna dolencia se cubren con un velo de misterio y pasan a ser una púdicas y discretas“sus partes”. Ningún hombre sufre dolencias en el pene o los testículos, sino en “sus partes”. Y cuando alguien te habla de alguien que tiene problemas en “sus partes” lo acompaña siempre con un gesto de fatalidad, como si la losa del destino hubiese caído sobre él en el peor ángulo posible. Ese hombre que hasta ayer mismo andaba medio despatarrado, con la pelvis hacia afuera, así como si le llevasen a rastras sus mismísimos cojones en una gloria de virilidad, ha pasado a ser un triste alguien con problemas en “sus partes”. Se podría pensar que “sus partes” es una forma expresión propia de gente iletrada o poco sofisticada, pero no; precisamente se me ocurrió escribir sobre esto al escuchar en las noticias de TV a un abogado cuyo cliente, como consecuencia de una agresión, sufría lesiones en “sus partes”. No se espera de un letrado que diga a cámara “a mi cliente le han jodido los cojones”, pero tampoco es tan difícil decir “sus genitales”. Pero parece que no, que no es lo mismo, que los genitales masculinos o se pueden manifestar en toda su gloria, o pasan a ser “sus partes”.

Por la parte femenina ocurre algo parecido, pero no igual. Ciertamente los genitales femeninos contribuyen igualmente a la riqueza del lenguaje. Con frecuencia hay algo que “no me sale del chichi”, o se está “hasta el mismísimo”, o no consientes que te “toquen el coño”, pero tienen un matiz más de resistencia pasiva que de victoria. Ese encantador gesto de llevarse la mano a la entrepierna para reforzar un exabrupto se da en una mujer por cada mil hombres, porque los genitales femeninos deben ser un sagrario, un oculto sancta sanctorum, algo con un cierto toque vergonzoso que es preferible ocultar, No unas lastimosas pero aún así dignas de admiración “sus partes”, sino un difuso y oscuro “es de abajo”. “Es de abajo” nos lo dicen siempre después de muchos circunloquios, susurrado de un modo un poco furtivo y con la mirada fija en el suelo, así como si te estuviesen confesando una drogadicción. El ámbito que comprende “es de abajo” no necesita ser explicado, se sobreentiende. A nadie se le ocurre pensar al escucharlo en un problema de sabañones, que más abajo no pueden estar, o en una lesión en la rodilla. “Es de abajo” comprende todo lo específicamente femenino , sin diferenciar. Esos genitales compuestos por una polla y dos cojones perfectamente identificables, cada una con su parte correspondiente de mérito y respeto pasan a convertirse en las mujeres en un totum revolutum “es de abajo” del que vale más no especificar. Es algo así como si la polla fuese el nirvana y el coño el bajo astral.

Sin estar yo ni mucho menos en contra, tampoco puede decirse que sea un apasionado defensor del lenguaje inclusivo y la búsqueda con lupa de expresiones machistas, para eliminarlas. Prueba de ello es que no es raro que hablando con mis hermanas y sobrinas sobre el tema  surja algún conato de incendio, pero esa naturalidad con que se asume “sus partes” y “es de abajo” da que pensar.