He estado hace poco de excursión por el sur de Cantabria , que es la tierra natal de mi familia materna. Estuve en Mataporquera, el pueblo de mi abuelo Tuto. Dejando a un lado Guarroman ( y quizás la gaditana “Barriada del Meadero de la Reina”) no conozco pueblo con nombre menos glamouroso que Mataporquera, con esa resonancia tan rotunda a morcillas, costillas adobadas y chones chillando mientras les desangran. Tampoco es muy bonito, la verdad sea dicha. Lo preside y domina una gigantesca cementera y tiene un aire general de barriada industrial victoriana, un poco al estilo de “Qué verde era mi valle”. Es cierto que ha mejorado bastante, porque cuando de niño me llevaban mis padres a visitar a una de mis tías abuelas estaba totalmente cubierto del polvo gris del cemento y ahora luce limpio y aseado, pero bonito no es.
De Mataporquera, atravesando el bello Valle de Valdeolea, me llegué al recoleto lugar de Reinosilla que vio nacer a mi abuela Pacha. Todo lo rural y pintoresco que os podáis imaginar se arrejunta en Reinosilla: la torre hidalga y descascarillada, las dos o tres casas grandes de piedra, las casucas rodeadas de árboles y huertas que van trepando por la loma hasta le ermita románica de San Isidoro. Por tener, hasta puente romano tiene. Mi abuela Pacha tenía un porte tan imponente y un moño tan inasequible al desaliento que me resulta difícil imaginarla cuando era niña, pero por algunas fotos antiguas de la familia puedo intentar verla con un lazo gigante en la cabeza, acompañada por su prodigiosa cantidad de hermanas, siguiendo a mi bisabuela (más imponente y más moñuda) por la cuesta de San Isidoro en algún día de romería.
Camino del Pantano del Ebro pasé por el monasterio de Montesclaros, y esto ya me trajo recuerdos más personales.
Allá por los remotos tiempos de mi juventud di en encapricharme por pasar unos días de retiro en un monasterio. Si he de ser sincero no recuerdo si lo hice por puro esnobismo o por verdaderas ganas de retirarme a pensar, descansar y estar tranquilo. Lo más probable es que fuese una combinación de ambas cosas, porque si bien es cierto que siempre he tenido ese tipo de inclinaciones que suelen llamarse, generalmente con sorna, “espirituales, también lo es el hecho de que en aquella época era yo muy aficionado ha hacerme el original. Mi primera intención era irme a Yuste o al Monasterio de Piedra, pero el tambaleante estado de mi cuenta corriente aconsejaba dejarse de resonancias imperiales o acuiferos bilbilitanos y buscar opciones más modestas. Y allí estaba Montesclaros como combinación perfecta entre mis altas ansias eremíticas y mis bajas opciones presupuestarias: relativamente cercano, totalmente aislado y sorprendentemente barato.
Pude comprobar el otro día que el monasterio ha sido sometido a una concienzuda restauración, pero no era así cuando yo estuve. Seguramente está mejor ahora pero yo añoro un poco aquel decrépito conjunto de edificios que no llegaban a la ruina, pero que la veían aproximarse a grandes pasos, un poco como La Encimada de Vetusta. La hospedería parece ahora un almacén de cereales reciclado en centro de interpretación, pero entonces su aspecto oscilaba entre el de un hospicio y una cárcel modelo a medio hacer. El edificio es tan enorme como feo y en aquellos días del mes de febrero estaba habitado únicamente por un joven religioso del que se me dijo que no quería contacto con nadie, y por este su seguro servidor. De esto me informó el Padre Ecónomo mientras me conducía a través de un recibidor con dimensiones catedralicias hacia unas escaleras interminables y un pasillo lóbrego y poco iluminado. Llegados a mi habitación tuvo también la gentileza de decirme que la poca afluencia de huéspedes hacía que resultase trágicamente antieconómico mantener caldeado el edificio y proporcionar agua caliente para las duchas. Yo contaba con que el régimen de vida semi-monacal de la hospedería fuese decorosamente austero, pero ni por asomo se me había ocurrido que el lote incluyese una frigidez ambiental tan extremada y mucho menos el tener que someterme a un tratamiento de duchas frías. Pero así estaban las cosas. Aquella noche dormí con tres mantas, que fueron aumentando hasta seis en el transcurso de los siguientes días. Aquello era como dormir debajo de una placa de hormigón armado, pero al menos así no tiritaba.
Una vez instalado comencé a disfrutar de mi retiro. Las mañanas empezaban con la ducha, operación que me llevaba alrededor de tres cuartos de hora: un minuto debajo del agua y cuarenta y cuatro reuniendo el valor necesario para meterme debajo de aquel chorro de agua a punto de congelación. El desayuno, y el resto de las comidas, no se hacía en la hospedería sino en un comedor vecino al refectorio y consistía en café con leche y unas cuantas tristes galletas María. Un par de días coincidí con el joven religioso del que se me dijo que no quería contacto con nadie quien, efectivamente, no era muy sociable, pero casi siempre hacía las comidas solo. Ignoro completamente que dice sobre la gastronomía la Regla de los Reverendos Padres Dominicos, pero sí puedo atestiguar que en la dieta de sus huéspedes hay una desagradable tendencia a abusar de la col lombarda. Quiero creer que en aquellos diez días algo me darían de comer que no fuese ese asqueroso repollo morado, pero yo no lo recuerdo. Quizás el buen padre ecónomo, quien por cierto era la viva imagen del fraile panzudo bien alimentado, pensase que si aguantábamos estoicamente el dormitorio gélido y la ducha helada, aguantaríamos también con alegría una sobredosis de col lombarda y así ahorraba al monasterio un buen dinerito, no sé.
Monstesclaros es un sitio precioso y los alrededores están llenos de caminos y vericuetos para pasear rodeado de la paz de la naturaleza, de modo que los dos o tres primeros días dedicaba las mañanas a subir y bajar como una cabra por las cuestas y peñascos, bajar andando al río y demás aventuras pastoriles. Algunas veces, cuando la combinación de frío y col lombarda se me hacía muy cuesta arriba, subía hasta una loma desde la que podía verse el tentador apeadero ferroviario que en poco tiempo podría llevarme desde aquellas austeridades espartanas hasta las bendiciones térmicas y culinarias de la civilización moderna. Pero siempre resistía la tentación. Este pasear mío se vio severamente restringido cuando la hija de la cocinera me aconsejo que no pasease sin un buena vara en la mano, que le pidiese una al jardinero. A mí, que soy mucho de pensar en la imagen propia, me parecía que eso de la vara era llevar un poco hasta la exageración peregrina la sobria estampa de retirado del mundo que me había propuesto tener, y me negué lo más cortesmente que pude a seguir el consejo. Pero ella insistió con el argumento de que todos los que salían a pasear la llevaban “por si se encontraban un víbora”. Ni que decir tiene que con esa información en mente cambié las caminatas por un discreto deambular por el recinto del monasterio y sus mas próximos alrededores, sin vara.
Este relativo confinamiento tuvo como consecuencia el darme de narices cada dos por tres con la hija de la cocinera, el jardinero y, en más raras ocasiones, con el Padre Abad del monasterio. De mi amable trato con los dos primeros obtuve el privilegio de poder ir por la noche a la cocina. La cocina fue el único sitio de Montesclaros en el que no pasé frío. Al contrario, siempre hacía un calorcito muy agradable que era un verdadero lujo oriental en aquel entorno siberiano. Se daba además la circunstancia de que la cocinera, su hija y el jardinero eran muy aficionados a jugar al Tute y les venía muy bien un cuarto jugador para animar sus partidas nocturnas. Confieso que me entregué a aquellas noches clandestinas de calorcito y Tute, abundantemente regadas con Chinchón dulce, con una pasión bastante impropia de un retirado espiritual, pero la carne es débil. Claro que en el pecado llevaba la penitencia, porque era un sacrificio muy grandísimo tener que salir de aquel ambiente para ir al inhóspito caseroton en el que dormía.
La relación con el Padre Abad dio también hermosos frutos, pero, claro está, de índole completamente diferente. Casi nada más llegar yo a Montesclaros me ofreció su consejo y ayuda espirituales, pero ante mi (algo cohibida) confesión de agnosticismo no insistió más en el asunto. Afortunadamente el Abad era persona transigente y a pesar de mi desvergonzada falta de fe todas las noches, una vez deglutida a duras penas la col lombarda, me venía a buscar al comedor de huéspedes y salíamos juntos a dar un paseo. Hacía en la calle un frío que pelaba, pero no tanto como en mi dormitorio. Me contaba su vida en las misiones, que era lo que de verdad le gustaba, y un poco de todo lo suyo y lo mío. Y cuando no conversábamos, el Abad, que era astrónomo aficionado, me señalaba las estrellas y constelaciones que tan nítidas se veían en aquellas alturas montiscas y sin rastro de nubes. Tengo muy buen recuerdo de aquellos paseos nocturnos, aunque admito que el pensar en el tute y el Chinchón dulce que me esperaban en la cocina me llevaron más de una vez a acortarlos un poquito.
No he vuelto a comer col lombarda, ni creo que lo haga, pero me quedó buen recuerdo de Montesclaros.