Del gr. -φοβία -phobía 'temor'.
1. f. Aversión exagerada a alguien o a algo.
2. f. Psiquiatr. Temor angustioso e incontrolable ante ciertos actos, ideas, objetos o situaciones, que se sabe absurdo y se aproxima a la obsesión.
De entre los escasos dones que la naturaleza y la vida nos ofrecen con generosidad, las fobias son las más molestas. Por regla general todos nos entregamos a ellas sin mesura, salvo los seguidores del New Age, los adictos a las filosofías orientales y los abogados del Turno Oficio. Los primeros porque la paz y la tranquilidad, verdaderas o ficticias, han llenado sus vidas de armonía; los segundos porque son brahmanes y bodhisattvas, todo junto, o están a punto de serlo; los terceros, pobrecitos, porque lo manda la ley. Los demás, los seres humanos de andar por casa, nos arrebatamos sin control con nuestras aversiones exageradas, y tememos angustiosa e incontrolablemente ciertos actos, ideas, objetos o situaciones, aunque sepamos de sobra que son absurdos y se aproximan a la obsesión.
En cuestiones tan universal y generosamente distribuidas, las personas de mundo debemos ser especialmente cuidadosas a la hora de escoger, para no correr el riego de caer en la vulgaridad por haber elegido una fobia del tres al cuarto. El miedo a las arañas, las culebras, las avispas o cualquier otra alimaña queda descartado, por poco sofisticado. La aversión a todo lo que tenga que ver con las enfermedades y los hospitales nunca es tomada en serio, porque resulta sospechosamente práctica en multitud de ocasiones. Agorafobia, claustrofobia y acrofobia tienen unas elegantes resonancias a griego antiguo, pero generan un gran número de incomodidades. Los cursis recurren con mucha frecuencia al socorrido cultismo de toda la vida. No tienen miedo a la gente, tienen demofobia; no se cagan por la pata abajo cuando se suben a los aviones, sufren aerofobia... Y así ad infinitum. Lo que no tienen es miedo al ridículo, que es lo que más falta les hace, pero eso es porque todavía no saben que se llama catagelofobia. No, los recursos de los cursis tampoco podemos tenerlos en cuenta. En las fobias, como en todo, uno debe procurar ser original sin histrionismos. Mi búsqueda de una fobia aceptablemente singular concluyo hace años, cuando descubrí por pura casualidad la empleadadeferreteríafobia, o el temor angustioso e incontrolable a las empleadas de las ferreterías.
Contra mi se podrán lanzar toda clase de justificadas acusaciones, excepto la de ser un manitas a la hora de hacer reparaciones domésticas (domésticas o de cualquier otro tipo, a decir verdad). Conozco gente que lo es, gente que atesora en casa montones y montones de herramientas y artilugios de todo tipo, todos perfectamente colocado en sus correspondientes estuches y cajas, alineados en esas horrorosas estanterías metálicas que parecen mecanos con elefantiasis. Siempre saben cual es el tornillo que hace falta, aunque rara vez se dan cuenta del que les falta. Son, por decirlo claramente, una casta especial cuyo problema no son las fobias, sino un amor exagerado, obsesión se podría decir, por los artefactos de arreglar cosas. Y como casta especial, utilizan un lenguaje arcano que solo ellos comprenden, como los intelectuales de provincias. A lo que cualquier persona sensata llamaría «chisme», ellos lo llaman abrazadera, calibrador, broca y cojinete, para hacerse los interesantes. Y si se dan cuenta de que eres capaz de saber a que se refieren, te lanzan un «pásame unas clavijas de enchufe con t tierra tipo Schuko industriales», que te dejan definitivamente fuera de combate. Yo solo he sido capaz de aprenderme «alcayata» y «llave Allen», pero ya no me acuerdo de qué son y para qué sirven. A todo lo demás, como he dicho, lo llamo chisme.
Se comprenderá con facilidad que el conjunto de mi ignorancia ferretera y el exagerado hermetismo del lenguaje ferreteril, me lleve a visitar las ferreterías solo en casos de extrema necesidad y con muchísimos reparos. Me intimidan esas paredes sepultadas bajo baldas y mas baldas, atiborradas todas ellas de cosas probablemente inútiles y de alarmante aspecto. Me acompleja mucho comprobar como el resto de los clientes sabe pedir exactamente lo que quieren, con ese repelente lenguaje arcano. Es muy molesto descubrir que cuando crees haber entendido algo, resulta que no, que es otra cosa. Me ocurrió una vez que un señor llegó pidiendo una fresadora de mano. Yo pensé, creo que con toda lógica, que le sacarían de la trastienda a una lozana campesina de Aranjuez, o quizás de Huelva, equipada con una cesta de mimbre y dispuesta a recolectar a mano las fresas que hiciesen falta. Pues no. Lo que le dieron fue un aparato que recordaba ligeramente a una cafetera express casera, evidentemente poco apropiado para recolectar nada. Y así todo.
Yo siempre compro las bombillas en el supermercado, pero ocurrió una vez que la pertinaz lluvia de invierno me llevó a superar con valentía mis reservas y temores, y elegir para la compra la cercana ferretería en lugar del lejano supermercado. Confieso que no tenía muy claro si ese tipo de establecimientos vendía o no bombillas y, en caso afirmativo, si a las bombillas les llamaban bombillas, «hilo de tugsteno encapsulado» o "melonera de mano". Esto último no era un asunto baladí, teniendo en cuenta el mundo de repelentes sabelotodo al que me dirigía. Confiaba en que lo temprano de la hora me permitiese indagar sobre el asunto sin testigos, pero, mi gozo en un pozo, resulta que las nueve de la mañana es hora punta en las ferreterías. Había allí una auténtica manada de gente yendo y viniendo, manejando con envidiable soltura el lenguaje arcano y, a mayor misterio, derrochando energía ¡A las nueve de la mañana! Todos los dependientes estaban atareadísimos, todos excepto ella: La Dependienta de la Ferretería.
De la tienda en el ángulo oscuro, de la gente tal vez olvidada, silenciosa y con guardapolvo, veíase a la Dependienta. Atrincherada detrás de un mostrador de madera lleno de enigmáticas marcas y raspaduras, con gesto adusto y aire de hija del dueño, estaba La Dependienta. Sobre el mostrador, un inmenso pliego de papel con misteriosas casillas y anotaciones, que La Dependienta miraba con tanta atención como si fuesen los Manuscritos del mar Muerto. De hecho estaba tan absolutamente ajena a todo lo que la rodeaba que mi (evidente) presencia no le alteró ni lo más mínimo. Ignoro lo que se sentirá al ver a los fakires en trance en las escaleras de la ribera del Ganges, en Benarés, pero dudo mucho que sobrecoja tanto. Confieso que esa concentración religiosa ante un documento, en el que probablemente solo ponía «una fresadora de mano vendida» y «encargar más alcayatas», me llegó a lo más profundo. No sin gran pesar me atreví a romper ese instante de intenso misticismo, preguntando con un tono de desenfado impostado a más no poder: «Perdona ¿Tenéis bombillas?» . Toda aquella impresionante concentración se diluyo como por encanto al conjuro de mis palabras. Levantando la mirada del grimorio ferretero, dirigiome La Dependienta una mirada en la que, justo es reconocerlo, logró aunar con indiscutible maestría la suspicacia, el desprecio y la estupefacción. A continuación me enjaretó en los mismísimos morros un «Pues claro que tenemos bombillas», entonado a todos los decibelios que le permitieron los pulmones. A duras penas conseguí yo no perder la compostura. Con la cara roja como un pimiento morrón y sintiendo en la espalda, como puñaladas, las miradas despectivas de todos los clientes y dependientes, mantuve el tipo sin derrumbarme.
Esa turbación mía tan claramente manifiesta confirmó, eso creo, las peores sospechas de La Dependienta. No es que yo fuese un bromista, es que era tonto de capirote. Movida por la compasión y segura de la solidaridad de todos los presentes (incluida la mía, lo confieso), La Dependienta tuvo la generosidad inaudita de bajar a mi nivel y preguntarme: «¿De qué tipo?». Ahí ya terminé de acojonarme por completo, y me pasé los siguientes cinco minutos balbuceando incoherencias del estilo de «las pequeñas de siempre», «para una lámpara de mesa», «no, esas no» y varias más del mismo estilo. Finalmente apareció en el mostrador, sobre el mismísimo manuscrito, la bombilla que yo necesitaba. Pagué y salí de allí a la velocidad del rayo, plenamente consciente de que durante la siguiente media hora, como poco, mi persona protagonizaría una catarata de chistes y chascarrillos en lengua secreta ferretera.
Dicen los psicólogos que la única forma eficaz de vencer las fobias es enfrentarse a ellas. Mi experiencia me ha demostrado que tal afirmación es una solemne tontería. Me enfrenté a la mía y el resultado ha sido que pasé del miedo al terror pánico. Dudo mucho que en los años que me queden de vida reúna valor suficiente para volver a enfrentarme a una Dependienta de Ferretería.