Es cosa sabida que no hay campo de minas más peligroso que el de la vida social. Por mucha atención que pongamos a la hora de andar por él, inevitablemente acaba por explotarnos bajo los pies un invitación de boda, la presentación de una exposición de trabajos manuales, una comida para ver los vídeos de un viaje de novios o cualquier otro horror de características semejantes. Especialmente odiosas son, al menos para mí, las meriendas-cena en la casa nueva de un «aficionado a la decoración de diseño». En estos casos no se puede hablar propiamente de invitaciones, porque son tan irrefutables como aquellas siniestras lettres de cachet del Antiguo Régimen. Puedes intentar hacer ver que no te apetece ni lo más mínimo asistir, inventando las disculpas más descaradamente falsas que se te ocurran, pero da igual. El aficionado a la decoración asaltará a golpe de bayoneta las trincheras de tus excusas una y otra vez, hasta que no te queda otra que sacar la bandera blanca, resignarte a lo peor y acudir al convite con la mejor de tus sonrisas forzadas.
Los aficionados a la decoración ven sus casas no como hogares, sino como santuarios consagrados a la modernidad decorativa más archicontemporánea. De otro modo no se explica que casi siempre sea «conditio sine qua non» descalzarse antes de entrar en ellos, como ocurre en los templos budistas y las mezquitas. Ese striptease pedicular te lo piden entre sonrisas y zalemas, muy adornado siempre con enormes cantidades de «si nos os importa», pero basta para mirar a los anfitriones al fondo de los ojos para que te des cuenta de que esa amable sugerencia es, en realidad, una inapelable orden ejecutiva. Como consecuencia te ves obligado a pasar el resto de la velada tenso y abochornado, intentando tapar con el pie derecho el maldito tomate del calcetín izquierdo. Y cuando por descuido te relajas y te olvidas del inconveniente agujero, la sonrisa se te congela en la cara al darte cuenta de que el resto de los invitados, ignorando olímpicamente los esplendores decorativos que les rodean, tiene fija la mirada en tu pálido y horroroso dedo gordo del pie izquierdo.
Antes de sentarse a cenar, que verdaderamente es lo de menos, hay que hacer la visita propiamente dicha, lo que supone un peregrinar de habitación en habitación, con recogimiento sagrado y provisto, si es posible, de un buen repertorio de expresiones de admiración y pasmo. Yo recomiendo consultar el diccionario de sinónimos ese mismo día por la tarde, porque al tercer «que bonito» corres el riesgo de que los anfitriones te consideren poco sofisticado. En caso de apuro o de escasez de vocabulario, es aconsejable recurrir al socorrido «que original», porque eso a un moderno aficionado a la decoración siempre le halaga escucharlo."Original" es la palabra mágica. Todo, todo, todo debe ser,ante todo, original.
La primera estación de este doloroso Vía Crucis suele ser el salón, que con muchísima frecuencia es tan elegante y refinado como una galería de arte, y exactamente igual de acogedor. Lo correcto es que los anfitriones den a los invitados un minuto o dos para que puedan enunciar con comodidad y sin atropellos los «que maravilla» y demás admiraciones apropiadas al caso para, acto seguido, pedir su atención hacia el cuadro de firma que preside la habitación. Por lo regla general es horroroso, pero con toda seguridad ha sido muy caro, o debería haberlo sido. Lamentablemente no suelen conseguirlo, porque estamos todos hipnotizados por ese sofá con aspecto de ser de una irreductible incomodidad, guarnecido por una colección de cojines de seda india que están alineados con la milimétrica precisión de un batallón de granaderos prusianos; y por esa cigarrera de plata tan en el exactísimo centro de la mesita del café y, con alarmante frecuencia, la enorme e insensata jirafa de madera , recuerdo del safari fotográfico a Kenia, que preside todo el conjunto desde la esquina mejor iluminada de la estancia. Uno o dos libros de arte, de los de gran formato y con evidente aspecto de no haber sido abiertos nunca, dan testimonio de que nos encontramos en la residencia de personas con inquietudes intelectuales. Si en el transcurso de esa inspección ocular, esa alucinación se podría decir, te topas por casualidad con la cara de los anfitriones y la ves transfigurada de espanto, quiere decir que has pisado sin querer, probablemente con el pie izquierdo, la inmaculada alfombra blanca de lana tibetana.
Del salón pasamos al rutilante comedor, tan estrictamente geométrico y minimalista, tan obra de arte total, que sabes a ciencia cierta que jamás te servirían allí unas buenas albóndigas con patatas fritas o un cocido montañés. El dormitorio principal trae a nuestra memoria imágenes de los hoteles buenos de Tailandia, pero sin orquídea encima de la almohada. En compensación es normal que estén a la vista, así como por descuido, una americana de Dolce&Gabbana con la etiqueta bien visible, o un bolso de Louis Vuitton (verdadero o falso). En los casos más extremados, un Rolex fulgura de esplendores sobre la mesilla de noche. No caigáis en el error de ignorar estos detalles. Por increíble que parezca eso no estaría bien visto según las modernas normas de etiqueta. Lo correcto precisamente es mencionarlo, vocalizando despacio todas las letras de la marca, para que los anfitriones, rojos de satisfacción, nos pidan disculpas por «ese desorden».
Los dormitorios de los niños pueden variar entre los «acogedores», con paredes, edredones, cojines y cortinas cubiertos de tela a cuadros escoceses, a los más estrictamente contemporáneos, en diversos tonos del gris, casi totalmente vacíos y con un impoluto peluche amarillo encima de la cama. Todos los baños, sin excepción, están forrados de roca de pizarra con pequeños toques de gresite; todos los lavabos cuadrados, todas las toallas de color naranja. El dormitorio de invitados es una copia exacta de la peor habitación de un hospital malo y tiene adjunto un baño sin pizarra, ni gresite ni nada de nada.Es tan descaradamente inhabitable que deja poco lugar a dudas sobre la hospitalidad de la casa.
Lo que podríamos llamar la «piece de résistence» del menú decorativo es indudablemente la cocina, que es siempre la Madre de Todas las Cocinas. Aquello es un no va más de mármoles italianos, cromados sin denominación de origen específica y cacerolas de cobre colgadas sobre la encimera. Turbadoras imágenes de quirófanos, salas de disección y cementerios victorianos se te vienen a la mente, mientras los anfitriones oprimen botones, abren y cierran cajones, descubren lavadoras y lavaplatos ocultos y relatan las excelencias del gigantesco frigorífico. A esas horas las tripas están empezando ya a hacer ruidos de impaciencia imaginando la inminente merienda-cena prometida, pero la impecable limpieza y el orden estricto que imperan en aquellos megaflamantes fogones despiertan tus peores temores sobre la calidad de la misma.
El recorrido suele darse por finalizado cuando los anfitriones empiezan a darse cuenta de que los invitados, por más que nos estrujemos las meninges, no somos ya capaces de encontrar nuevas expresiones de admiración, pasmo y maravilla. Llegados a ese punto te llevan en procesión por un pasillo, estrecho y poco iluminado, hasta una habitación minúscula, sin ventanas en algunos casos, presidida por un televisor de quinientos megatones y amueblada con un sofá desvencijado, una mesa camilla y un número indeterminado de sillas de diversa clase y condición. Quizás, en alguna estantería, pueda verse una figurita de Lladró con la cabeza de la pastora dieciochesca pegada con pegamento Imedio. Sobre la mesa nos aguardan un platillo con diez o doce aceitunas rellenas de pimiento, un bol de patatas fritas de bolsa y otro con mejillones de lata. Una fuente de loza de Talavera que ha conocido mejores tiempos acoge en su descascarillado seno alguna que otra rodaja de chorizo, unos triángulos de queso semi-curado que empiezan a arquearse por la punta y, en meriendas-cena de lujo, varias lonchas de fiambre de cabeza de jabalí. Y mientras esquivas las aceitunas, te comes una patata frita y compruebas con tristeza que los mejillones son en escabeche, te entretienes escuchado decir a tus anfitriones que «aquí es en realidad donde hacemos la vida».