sábado, 16 de julio de 2016

JOSEFINA, NO TE LAVES

          De la correspondencia “romántica” entre el emperador Napoleón y su esposa, Josefina, se conservan suficientes ejemplares como para saber, sin asomo de duda, que los dos augustos personajes eran de naturaleza fogosa y apasionada. La que más célebre se ha hecho ha sido aquella en la que Bonaparte le comunica a su media naranja: “Josefina, en dos días iré a verte. No te laves”. Por el tono general de la misiva han deducido los historiadores que ese napoleónico “no te laves” se refería a mismísima pepitilla de la De Beauharnais. Eso de querer encontrar el felpudo maldito de su esposa en estado de fermentación, ha aureolado al Gran General de una fama de guarrete que está, en mi opinión, muy lejos de haber sido demostrada más allá de toda duda. Se sabe que Eugenia de Beauharnais fue una devota seguidora de las costumbres del Directorio, costumbres relajadas donde las haya en cuestión de liberación sexual. La mayor parte de los aristócratas y demás gente destacada de la sociedad de aquellos días había estado en un tris de que les rebanasen el cuello en la guillotina, que a Robespierre, una vez que se puso a cercenar cabezas, no había quien le echase el freno. A esas épocas de terror total, suelen sucederles otras de desenfreno general, como bien se vio en los locos años veinte del siglo pasado. Eros y Tánatos en estado puro.


           Todo lo relativo a las partes pudendas de Josefina estaba en boca de todos, si se me permite la expresión; en algunos casos de modo figurado, pero literalmente en gran parte de ellos. Sus íntimas amigas, desde La Cabarrús hasta madame Tallien, que también fueron unas pendones muy notables, se hacían lenguas, de nuevo pido perdón, de los furores uterinos de la célebre vizcondesa de Beauharnais. Alguna de ellas, llevada por la caridad y el espíritu cristiano, informaba puntualmente a Bonaparte de los extravíos de su esposa. A Napoleone, que a todo su Grandeur y toda su Gloire añadía unas suspicacias y unas malas pulgas muy meridionales, no le hacían ninguna gracia esos comentarios; estaba todo el santo día dudando, que sí me lo creo, que no me lo creo. En esas circunstancias pudiera ser que el “no te laves” de Napoleón no fuese muestra de una desaforada afición del emperador por los berberechos arranciados, afición del más genuino mal gusto, sino una astuta estratagema de aquellas que tanta fama le dieron en el campo de batalla, que ya se sabe que “en el amor,como en la guerra”. Que Josefina no se lavase le permitiría a él investigar, y en su caso detectar, la presencia de, digamos, elementos extraconyugales en el Sagrario del Amor de su santa esposa.

         Sería también posible, aunque poco probable según los historiadores, que la mujer fuese en realidad una leal y recatada esposa, fiel a su marido como una monja. Esto se contradice, insisto, con los abundantísimos chismorreos de la época y con toda la historiografía napoleónica, pero justo es decir que no hubiese sido la pobre Josefina la primera mujer injustamente vilipendiada de la historia. De ser el caso se me ocurre otra explicación al “no te laves”, menos onerosa en términos de reputación para el Gran Corso. El nombre de soltera de la Beauharnais era Marie Josèphe Rose Tascher de la Pagerie. Ese “De la Pagerie”, sin traducción literal al español, en castellano resuena muy muchísimo a “pajerío”. Pudiera muy bien ser que las cálidas y sensuales soledades tropicales de su Martinica natal, tan escasa de hombres y mujeres aceptables, arrojasen a la familia Tascher en los mórbidos y pecaminosos brazos de la autosatisfacción, y que lo hiciesen de un modo tan desenfrenado y total que terminasen por apodarles los “Pagerie” sus maliciosos vecinos. Según he oído decir, los placeres del dedo y de la mano le dejan a uno satisfecho , exhausto y con la libido muy tranquilizada. También me han dicho que después de practicados es la costumbre lavarse. Claro, si madame Beauharnais era adicta a ese feo vicio, tan justamente condenado por la reina Victoria y por la Iglesia, no era de esperar que recibiese a su Napoleone con el ardor romántico que él desearía. Tal estado de laxitud se compadecería mal con los volcánicos instintos acumulados de un soldadote italiano, con más de tres meses de abstinencia a cuestas por añadidura. Eso cambiaría completamente el sentido de la controvertida frase, dejando el tristemente famoso “no te laves” en un simple y ramplón “Déjate de pageries y aguanta un poco, que ya llego”. Claro que eso significaría que la antigua vizcondesa y futura ex-emperatriz se lavaba única y exclusivamente después de sus pageries, lo que por otra parte no sería tan extraño en aquellos tiempos en los que la higiene personal dejaba tantísimo que desear.Y es que todos aquellos nobles y reyes y reinas eran, por decirlo claramente, una pandilla de cerdos.

         Vemos a todos esos personajes y personajas en los retratos de corte que les representan con sus mejores galas, forrados de diamantes, rasos y terciopelos, estirados y altivos como ellos solos y la verdad es que impresionan. Pero en cuanto te pones a pensar en la escasa afición que sentían por el baño, toda esa pompa y circunstancia queda seriamente empañada por la idea del fuerte olor a chotuno del que necesariamente tenían que estar aureoladas.



          Pongamos por ejemplo el palacio de Versalles en la época de Luis XIV, ejemplo y paradigma del boato regio y cortesano elevado a su máxima potencia. Se dice que vivían en él alrededor de 4000 personas, entre reyes, príncipes, nobles y la legión de ayudantes y servidores de rigor. Todos ellos amontonados en aquella cansina sucesión de gabinetes y salones llenos de mármoles y dorados y en la que no había ningún baño. Al Rey Sol le gustaba estar siempre rodeado de gente y sus fiestas eran  multitudinarias. Estremece pensar en aquel apretujamiento de aristócratas que se bañaban una vez al año, como mucho, destilando todos ellos sus vapores corporales mezclados con los perfumes que usaban para tratar de disimularlos. Cualquier pituitaria moderna entraría en estado de shock instantáneamente. Al mal olor de las personas había que añadir el de las propias instalaciones. Cuenta el duque de Saint-Simón en sus memorias que la esquina del arranque de la Escalera de los Príncipes, tan impresionante y fastuosa, era el lugar más popular entre los nobles para ejercitar sus artes mingitorias, aunque parece ser que cualquier esquina oscura les parecía apropiada. Del cómo y cuándo de las evacuaciones mayores, y de lo que se hacía después con ellas, es mejor no hablar. Me doy perfecta cuenta de que adopto un punto de vista muy prosaico al analizar aquel despampanante fulgor, aquellos boatos regios que tanto prestigio dieron a Francia, pero como decía la marquesa de Merteuil, y aún a riesgo de ser tachado de poco sensible, “no puedo evitarlo”. La corte de Luis XIV, con toda su “Grandeur” y todo su lo que queráis, olía como un estercolero.


          Dentro de aquella guarrindonguería generalizada había personajes que destacaban por su especial falta de higiene, lo que bien mirado no deja de tener su mérito. Uno de ellos fue, precisamente, nuestro buen rey Felipe V. Felipe fue el primer Borbón que reinó en España, para alegría de su abuelo Luis XIV y desgracia de Cataluña y algunas otras regiones de España, y llegó a Madrid con las sucias costumbres de Versalles a cuestas, para añadirlas a las de la corte de España, que tampoco serían mucho más aseadas. Trajo también unas melancolías y unas neurastenias que con el tiempo degeneraron en lo que viene a ser llamado “volverse majareta”. Y esa majaratería se tradujo en una aversión irreversible por el baño en particular y por la limpieza en general. Usaba solo camisas que previamente hubiese usado la reina y estas se las dejaba puestas hasta que caían hechas jirones. El pestazo en la cámara regia alcanzaba cotas tan apocalípticas que algunos ministros se desmayaban al entrar en ella. Al amor por la suciedad unía su desenfrenada lubricidad borbónica, exigiendo a la reina el diario cumplimiento de sus deberes maritales, por lo que no es de extrañar esa cara de avinagrada que tiene Isabel de Farnesio en todos los retratos.

Con el transcurso del siglo XVIII y sus delicadezas rococó el asunto de la suciedad debió empezar a tratarse de manera un poco más moderna, pues de otro modo no se explica ese “no te laves” de Napoleón que, estoy seguro, nunca tuvo necesidad Luis XIV de decírselo a Madame de Montespan o a cualquier otra de sus numerosas amantes.

lunes, 11 de julio de 2016

GORETTI, JOSÉ MARIA Y SIMEÓN

          En mi humilde opinión, el tema se la santidad se ha visto contaminado muy seriamente del mal del siglo: la supremacía del número, la indiscutible supremacía de la cantidad sobre la calidad. Los vapores del populismo han ido ascendiendo poco a poco hasta confundirse con el incienso de las iglesias, emponzoñando sin remedio esos salones forrados de terciopelo rojo y molduras doradas tan característicos de los palacios episcopales. Ahora es suficiente con que se reúna un número suficiente de personas, suficiente para llamar la atención de los medios, para que rápidamente el prelado correspondiente ponga en marcha el engranaje canonizador. La velocidad a la que se tramitan esos expedientes, se encuentran los preceptivos tres milagros y se recogen pruebas y testimonios de las virtudes heroicas se ha acelerado tanto en los últimos cien años, que el Martirologio Romano va a terminar por ser más voluminoso que la Enciclopedia Británica. Ahora todo esos delicados y farragosos trámites se hacen con rapidez vertiginosa (vertiginosa para los tiempos vaticanos quiero decir). Pudiera ser que la santidad brille con más claridad en estos tiempos tan entregados al vicio y la perdición. Eso o en la Sagrada Congregación Para las Causas de los Santos han aplicado la Reforma Laboral del PP y tienen a los Abogados del Diablo trabajando a destajo por cuatro perras. La verdad es que ya ni los santos son como los de antes.

         Tenemos el caso de Santa María Goretti. Goretti vivía en la miseria, rodeada a más no poder de malaria y anticlericalismo. Era tan buena que cuando hizo la primera comunión prometió morir antes que cometer pecado alguno. Al año siguiente murió la pobre en horribles y santificadas circunstancias Pudiera ser que el espantoso crimen que acabó con su vida ocurriera de manera fortuita, pero es más probable que la Divina Providencia, en su sabiduría, tuviese en cuenta la debilidad de la carne (y del pescado) y provocase el incidente, para subir cuanto antes a María a las esferas celestiales, no fuese a ser que las tentaciones del siglo llevasen a la niña, unos años más tarde, a faltar a una promesa de tan dudoso cumplimiento. El caso es que María murió tan virtuosa e inmaculada como su tocaya de Nazaret, probablemente con el nombre de Jesús en los labios, y era pobre como una rata y humildísima y buena hasta decir basta. Bueno, pues esa santidad tan evidente y total tardó nada más y nada menos que cincuenta años en ser reconocida y proclamada.



          Luego está San Monseñor José María Escrivá de Balaguer, marqués de Peralta. En la Edad Media el Santo Padre tenía la costumbre de canonizar a los monarcas, quizás en una entrega algo imprudente a la teoría del Derecho Divino de los reyes, aunque los historiadores maliciosos pretenden que era, simple y llanamente, una forma de agradecer los privilegios y terrenitos concedidos por esos santos autócratas en beneficio del Papado. No sé. Pero como ahora cada vez es más difícil encontrar a un rey con la corona puesta, la Curia Romana ha democratizado su punto de vista y se ha puesto a santificar marqueses. Creo que esta actitud es muestra indubitable del constante esfuerzo de la Iglesia por adaptarse a los nuevos tiempos, aunque siempre habrá algún malintencionado que se empecine y persista en sostener lo contrario. Así son de resentidos y obcecados los librepensadores. Por si ser marqués no fuese suficiente mérito para ser santificado, San Monseñor bendijo al mundo con la creación de Opus Dei y, sobre todo, con la publicación de su célebre best-seller “Camino”, cumbre de la literatura piadosa, que deja a Tomás de Kempis y su “Imitación de Cristo ” a la altura del betún teológico. Ese “Vanidad de vanidades y todo vanidad, sino amar y servir solo a Dios. Esta es la suma sabiduría por desprecio del Mundo ir a los Reinos Celestiales”, que declaraba D. Tomas, estaría muy bien para aquellos medievales tan obtusos, que eran muy brutos y tenían escaso sentido de la oportunidad. Pero para nuestros tiempos modernos vienen mucho mejor las prédicas del Santo Monseñor cuando nos dice: “El plano de santidad que nos pide el Señor, está determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza”. Intransigencia, coacción y desvergüenza, como debe ser. Solo con esto tendría la Iglesia motivos más que sobrados para elevarle a los altares, aunque no se le hubiesen probado tres milagros ni nada. A él y a la mayor parte de la clase política y empresarial de España, ya puestos. Uno tiende a sentir más simpatía por la virtud de la Santa Goretti que por la desvergüenza del San Marqués, pero el caso es que a ella tardaron cincuenta años en canonizarla, mientras que a él se lo ventilaron en poco más de veinte. A partir de ahí el proceso de canonización ha seguido acelerándose sin parar. El de San Juan Pablo II les llevo tan solo nueve años, y bajando. En la Congregación de los Santos, las cosas de palacio van deprisa y eso va en claramente desdoro de la tradicional y augusta paciencia Vaticana.


          Eso con las canonizaciones, que lo que ocurre con las beatificaciones es ya una cosa enloquecida e insensata. Hablando solo de beatos españoles no encontramos con que el 11 de marzo de 2001 fueron proclamados 233; el 28 de octubre de 2007, 498; el 13 de octubre de 2013, 522. No sé si el número de beatos por habitante influirá en el PIB, pero desde luego nos convendría mucho. Yo no digo ni que sean beatos, ni que no lo sean, que para dictaminarlo Doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Pero me es inevitable hacer la reflexión de que beatificando a la gente tan a mogollón, no será difícil que se les cuele en el cielo algún malandrín que no sea trigo limpio. Es horroroso que a alguien le peguen un tiro solo por ser fraile, cura o seminarista, eso es indiscutible, pero de ahí a hacerlos a todos beatos… Teniendo en cuenta como está el asunto de la pederastia entre el clero, ahora que hay, o parece que hay, algún control sobre el asunto ¿No sería posible que en aquellos entonces turbulentos hubiese entre los fusilados alguno de esos buenos clérigos a los que se les va la mano al culito de los niños? ¿No habría alguno ellos reo de soberbia, de gula, de ira o avaricia? Lo lamento, pero tengo que decirlo: esa enloquecida forma de beatificar en manada me parece de una imprudencia temeraria y de una frivolidad impropia de la Sede de San Pedro. Ellos verán.


          Ciertamente en este asunto de la santidad, digámoslo sin rodeos, ha bajado muchísimo el nivel de calidad. Me parece muy bien que una chica defienda su pureza y que un marqués defienda su intransigencia, los dos hasta extremos virtuosamente heroicos, pero a mi dadme los santos de antes. Aquello era carácter, personalidad y sentido escenográfico y lo demás es cuento. Uno de mis favoritos ha sido siempre San Simeón El Estilita.



          San Simeón debió ser un hombre de esos que es preferible admirar de lejos, pero muy santísimo y muy ingenioso, lo que no suele coincidir. Para empezar se le considera el inventor del cilicio, lo que le conecta directamente con el Opus Dei y sus prácticas de penitencia, demostrando su gran iniciativa en el campo del masoquismo y su visión de futuro. Cuentan las crónicas que tan extremado y riguroso era en sus penitencias, que en aquellos días en que los ayunos y mortificaciones eran el pan nuestro de cada día (las mortificaciones, no el ayuno), fue expulsado de su monasterio por exagerado. De haber sido un santo de los de ahora se hubiese ido a vivir a un apartamento en la mejor zona de Madrid, como Rouco, o a los Palacios Apostólicos, como Bertone, pero no. San Simeón se fue a vivir… a una cisterna seca. Como la Historia Sagrada no dice nada de que hubiese problema de vivienda en Cilicia en aquellos años, hay que suponer que San Simeón se instalo en la cisterna (seca) de motu absolutísimamente proprio, en un rasgo de tan encantadora originalidad que no se le hubiese ocurrido ni al lord victoriano mas excéntrico. Yo opino que el santo debería haber dado por supuesto que en la Cilicia del año 400, que debía ser un lugar aburridísimo, el espectáculo de un hombre viviendo en una cisterna, mojada o seca, sería la sensación del momento y no querría perdérselo nadie. Pero no lo tuvo en cuenta y se encontró con que la gente no paraba de darle la tabarra yendo a visitarle, impidiéndole practicar en las debidas condiciones sus ayunos y rigores, de la forma más impertinente y desconsiderada. Cualquier otro en su lugar se hubiese desalentado y se hubiese puesto a pecar como un descosido, o se hubiese postulado para cardenal que para el caso era lo mismo, pero él, muy al contrario, reflexionó y volvió a reflexionar sobre el asunto, hasta que se le ocurrió la brillante idea de subirse a una columna y quedarse allí tan ricamente. Preciso es reconocer que este hombre santo tenía una tendencia irrefrenable a llamar la atención de sus semejantes, porque si vivir en una cisterna ya resulta bastante llamativo, no te digo nada la expectación que causaría verle allí empingorotado. Es factible que él fuese consciente de ese defecto suyo tan feo, que roza el pecado de escándalo, y que fuese esa la razón del virulento modo en que se disciplinaba.



          Tan arraigada debió de estar en él esa manía de dar la nota, que para sanar de ella su alma tuvo que pasarse treinta y siete años purgando y sufriendo encima de la columna. Es de suponer que la gente seguiría yendo a verle y en número aún mayor que a la cisterna, que por muy seca que estuviese, quieras que no, esos sitios siempre son húmedos y oscuros. Pero allí, al aire libre, sentadito en su columna, se le podría mirar con mucha comodidad a la hora del paseo, mientras que él, encaramado en aquellas alturas columnarias, conseguía la soledad de mono (en el sentido griego) que tanto, y de forma tan enrevesada, intentaba encontrar. Por otro lado hay una cuestión, desagradablemente escatológica, que contribuiría en gran medida a facilitar el aislamiento del santo varón. Se dice que la comida se la llevaba un fiel discípulo suyo en una cesta, y que San Simeón la subía hasta sus alturas cuasi celestiales izándola con una cuerda. Eso está muy bien, pero hay que enfrentar el hecho de que El Estilita, por muy santísimo que fuese, cagaría y mearía como todo el mundo. Los textos sagrados no dicen ni pío sobre el asunto, como tienen por costumbre, pero no sería muy arriesgado suponer que se aliviase, por así decirlo, arrimando el culo al borde de la columna. Treinta y siete años cagando y meando en el mismo sitio son muchos años. Es de imaginar que ya a los seis meses no resultaría muy agradable acercarse a ver el panorama. No te digo nada a los doce o trece años. De hecho yo creo que podría hablarse sin temor a equivocarse de guerra bacteriológica “avant-la-lettre”, lo que unido al ya citado invento del cilicio redunda en la idea de que San Simeón era un hombre inteligente y muy adelantado a su tiempo, aunque no muy limpio.


         Hay otros inventos y costumbres que podrían perfectamente haber tenido su origen en la insólita idea de San Simeón. Desde que Freud fue Freud resulta que las columnas son símbolos fálicos, y lo que está arriba del falo toda la vida fue el capullo. Así la castiza expresión “hacer el capullo” podría hacer alusión en su origen a practicar la penitencia a la manera del Estilita. Es verdad que ahora “hacer el capullo” quiere decir hacer el tonto, pero eso es porque la perniciosa secularización de la sociedad, que todo lo relativiza,  nos lleva a ver como una tontería todo lo que tenga que ver con la piedad desatada y loca. Yo propongo, en desagravio al Santo, la expresión "hacer el Estilita" y que cada cual la utilice en el sentido que prefiera. La moda de vivir en un loft o en un ático puede serle también atribuida a Simeón quien, no me cansaré de repetirlo, demostró una enorme visión de futuro. Lo único que desmerece un poco la ejemplar vida de Simeón es que por muy buena voluntad que le pongamos no se puede decir, tras treinta y siete años de deposiciones diarias, que muriese en olor de santidad.


          Tan gran sensación causó la vida de San Simeón, que creó escuela. Después de él llegó San Simeón Estilita el Joven, que se tuvo que pasar la vida buscando cada vez columnas más altas, para eludir a las multitudes que acudía a venerarle. Quizás en su atolondramiento de santo varón encontró una solución al problema de los desechos orgánicos más civilizada que aquella que tan buen resultado le dio a su antecesor,  sin tener en cuenta los efectos disuasorios para los molestos peregrinos; o quizás ya en aquella época algo más moderna algún otro santo había inventado las máscaras antigás. El caso es que el pobre tuvo que cambiar de columna hasta tres veces, antes de encontrar una lo suficientemente alta para poder hacer tranquilamente sus meditaciones. Por haber, hubo hasta un San Simeón Estilita III del que no se dice mucho y no me extraña, porque lo poco agrada y lo mucho cansa.


          Además fueron llegando otros santos más a la moda y con extravagancias nuevas, como tirarse a las hogueras y cosas de esas que, por qué negarlo, dan mucho más espectáculo que estarse quieto encima de un pilar, con el gran riego de sufrir torticolis que corrían los veneradores.También hubo algún santo de chichinabo en aquellos heroicos tiempos, como San Martín de Tours, que se encontró con un pobre en invierno y le regalo… media capa. Cortó su capa en dos y hala, una mitad para él y otra para el pobre. Eso me parece hacer las cosas a medias, por decirlo suavemente. Y tuvo suerte con su pobre, porque si un día de lluvia me encuentro yo con la rumana de la Puerta del Lupa, que es de esas profesionales que te exigen la caridad a gritos, y se me ocurre partir en dos mi gabardina y darle una mitad a ella, os aseguro que me lanza una ristra de insultos y maldiciones que me hunde la vida para siempre jamás.


          A mi dadme aquellos santos tan insensatos y apocalípticos. Dadme a Simeón y su columna, dadme a San Drogón y sus deformidades, dadme a Santa Águeda de Catania con sus tetas en una bandeja. Dadme si queréis a la infeliz María Goretti, pero esos San Sumo Pontífice y esos San Marqués, esos beatos a mogollón, que os voy a decir, me parecen de guardarropía.