De la correspondencia “romántica” entre el emperador Napoleón y su esposa, Josefina, se conservan suficientes ejemplares como para saber, sin asomo de duda, que los dos augustos personajes eran de naturaleza fogosa y apasionada. La que más célebre se ha hecho ha sido aquella en la que Bonaparte le comunica a su media naranja: “Josefina, en dos días iré a verte. No te laves”. Por el tono general de la misiva han deducido los historiadores que ese napoleónico “no te laves” se refería a mismísima pepitilla de la De Beauharnais. Eso de querer encontrar el felpudo maldito de su esposa en estado de fermentación, ha aureolado al Gran General de una fama de guarrete que está, en mi opinión, muy lejos de haber sido demostrada más allá de toda duda. Se sabe que Eugenia de Beauharnais fue una devota seguidora de las costumbres del Directorio, costumbres relajadas donde las haya en cuestión de liberación sexual. La mayor parte de los aristócratas y demás gente destacada de la sociedad de aquellos días había estado en un tris de que les rebanasen el cuello en la guillotina, que a Robespierre, una vez que se puso a cercenar cabezas, no había quien le echase el freno. A esas épocas de terror total, suelen sucederles otras de desenfreno general, como bien se vio en los locos años veinte del siglo pasado. Eros y Tánatos en estado puro.
Todo lo relativo a las partes pudendas de Josefina estaba en boca de todos, si se me permite la expresión; en algunos casos de modo figurado, pero literalmente en gran parte de ellos. Sus íntimas amigas, desde La Cabarrús hasta madame Tallien, que también fueron unas pendones muy notables, se hacían lenguas, de nuevo pido perdón, de los furores uterinos de la célebre vizcondesa de Beauharnais. Alguna de ellas, llevada por la caridad y el espíritu cristiano, informaba puntualmente a Bonaparte de los extravíos de su esposa. A Napoleone, que a todo su Grandeur y toda su Gloire añadía unas suspicacias y unas malas pulgas muy meridionales, no le hacían ninguna gracia esos comentarios; estaba todo el santo día dudando, que sí me lo creo, que no me lo creo. En esas circunstancias pudiera ser que el “no te laves” de Napoleón no fuese muestra de una desaforada afición del emperador por los berberechos arranciados, afición del más genuino mal gusto, sino una astuta estratagema de aquellas que tanta fama le dieron en el campo de batalla, que ya se sabe que “en el amor,como en la guerra”. Que Josefina no se lavase le permitiría a él investigar, y en su caso detectar, la presencia de, digamos, elementos extraconyugales en el Sagrario del Amor de su santa esposa.
Sería también posible, aunque poco probable según los historiadores, que la mujer fuese en realidad una leal y recatada esposa, fiel a su marido como una monja. Esto se contradice, insisto, con los abundantísimos chismorreos de la época y con toda la historiografía napoleónica, pero justo es decir que no hubiese sido la pobre Josefina la primera mujer injustamente vilipendiada de la historia. De ser el caso se me ocurre otra explicación al “no te laves”, menos onerosa en términos de reputación para el Gran Corso. El nombre de soltera de la Beauharnais era Marie Josèphe Rose Tascher de la Pagerie. Ese “De la Pagerie”, sin traducción literal al español, en castellano resuena muy muchísimo a “pajerío”. Pudiera muy bien ser que las cálidas y sensuales soledades tropicales de su Martinica natal, tan escasa de hombres y mujeres aceptables, arrojasen a la familia Tascher en los mórbidos y pecaminosos brazos de la autosatisfacción, y que lo hiciesen de un modo tan desenfrenado y total que terminasen por apodarles los “Pagerie” sus maliciosos vecinos. Según he oído decir, los placeres del dedo y de la mano le dejan a uno satisfecho , exhausto y con la libido muy tranquilizada. También me han dicho que después de practicados es la costumbre lavarse. Claro, si madame Beauharnais era adicta a ese feo vicio, tan justamente condenado por la reina Victoria y por la Iglesia, no era de esperar que recibiese a su Napoleone con el ardor romántico que él desearía. Tal estado de laxitud se compadecería mal con los volcánicos instintos acumulados de un soldadote italiano, con más de tres meses de abstinencia a cuestas por añadidura. Eso cambiaría completamente el sentido de la controvertida frase, dejando el tristemente famoso “no te laves” en un simple y ramplón “Déjate de pageries y aguanta un poco, que ya llego”. Claro que eso significaría que la antigua vizcondesa y futura ex-emperatriz se lavaba única y exclusivamente después de sus pageries, lo que por otra parte no sería tan extraño en aquellos tiempos en los que la higiene personal dejaba tantísimo que desear.Y es que todos aquellos nobles y reyes y reinas eran, por decirlo claramente, una pandilla de cerdos.
Vemos a todos esos personajes y personajas en los retratos de corte que les representan con sus mejores galas, forrados de diamantes, rasos y terciopelos, estirados y altivos como ellos solos y la verdad es que impresionan. Pero en cuanto te pones a pensar en la escasa afición que sentían por el baño, toda esa pompa y circunstancia queda seriamente empañada por la idea del fuerte olor a chotuno del que necesariamente tenían que estar aureoladas.
Pongamos por ejemplo el palacio de Versalles en la época de Luis XIV, ejemplo y paradigma del boato regio y cortesano elevado a su máxima potencia. Se dice que vivían en él alrededor de 4000 personas, entre reyes, príncipes, nobles y la legión de ayudantes y servidores de rigor. Todos ellos amontonados en aquella cansina sucesión de gabinetes y salones llenos de mármoles y dorados y en la que no había ningún baño. Al Rey Sol le gustaba estar siempre rodeado de gente y sus fiestas eran multitudinarias. Estremece pensar en aquel apretujamiento de aristócratas que se bañaban una vez al año, como mucho, destilando todos ellos sus vapores corporales mezclados con los perfumes que usaban para tratar de disimularlos. Cualquier pituitaria moderna entraría en estado de shock instantáneamente. Al mal olor de las personas había que añadir el de las propias instalaciones. Cuenta el duque de Saint-Simón en sus memorias que la esquina del arranque de la Escalera de los Príncipes, tan impresionante y fastuosa, era el lugar más popular entre los nobles para ejercitar sus artes mingitorias, aunque parece ser que cualquier esquina oscura les parecía apropiada. Del cómo y cuándo de las evacuaciones mayores, y de lo que se hacía después con ellas, es mejor no hablar. Me doy perfecta cuenta de que adopto un punto de vista muy prosaico al analizar aquel despampanante fulgor, aquellos boatos regios que tanto prestigio dieron a Francia, pero como decía la marquesa de Merteuil, y aún a riesgo de ser tachado de poco sensible, “no puedo evitarlo”. La corte de Luis XIV, con toda su “Grandeur” y todo su lo que queráis, olía como un estercolero.
Dentro de aquella guarrindonguería generalizada había personajes que destacaban por su especial falta de higiene, lo que bien mirado no deja de tener su mérito. Uno de ellos fue, precisamente, nuestro buen rey Felipe V. Felipe fue el primer Borbón que reinó en España, para alegría de su abuelo Luis XIV y desgracia de Cataluña y algunas otras regiones de España, y llegó a Madrid con las sucias costumbres de Versalles a cuestas, para añadirlas a las de la corte de España, que tampoco serían mucho más aseadas. Trajo también unas melancolías y unas neurastenias que con el tiempo degeneraron en lo que viene a ser llamado “volverse majareta”. Y esa majaratería se tradujo en una aversión irreversible por el baño en particular y por la limpieza en general. Usaba solo camisas que previamente hubiese usado la reina y estas se las dejaba puestas hasta que caían hechas jirones. El pestazo en la cámara regia alcanzaba cotas tan apocalípticas que algunos ministros se desmayaban al entrar en ella. Al amor por la suciedad unía su desenfrenada lubricidad borbónica, exigiendo a la reina el diario cumplimiento de sus deberes maritales, por lo que no es de extrañar esa cara de avinagrada que tiene Isabel de Farnesio en todos los retratos.
Con el transcurso del siglo XVIII y sus delicadezas rococó el asunto de la suciedad debió empezar a tratarse de manera un poco más moderna, pues de otro modo no se explica ese “no te laves” de Napoleón que, estoy seguro, nunca tuvo necesidad Luis XIV de decírselo a Madame de Montespan o a cualquier otra de sus numerosas amantes.